Un día se convirtieron en padres casi sin poder creérselo. Demasiado jóvenes para los estándares. Y lo cierto es que lo eran. Escandalosamente jóvenes. Pero desde entonces habían pasado más de 32 años. Hacía mucho ya que sabían que todo pasó cuando tenía que pasar. Que todo fue a su debido tiempo aunque a primera vista los tiempos no aparentasen ser los debidos. En el camino se quedó mucha gente que vaticinaba muy malos augurios para aquella pareja de cuasi niños que de repente se transmutaron en padres. Pero lo que entonces dolía, hoy era ya aprendizaje de ese que se queda a vivir en el alma sin discusión posible.
Y es que entre las hordas de corredores de apuestas de saldo que jalonan el caminito de la vida, los pronósticos no iban muy a su favor. El fracaso ni siquiera cotizaba, por aquello de que apostar que en algún momento va a anochecer, es algo que da muy poco rédito. La opción de sobrevivir a muchos ocasos y amaneceres sí que resultó rentable para los pocos que apostaron por ella.
No tiene mucho misterio, claro está. Porque cada quien apuesta en parcela ajena con la ligereza que proporciona el no jugarse absolutamente nada, más allá de poder vomitar un «ya te lo dije», un «ya lo sabía yo» o guardar uno de esos silencios incómodos que trae el paso del tiempo cuando la flecha de la realidad no da en el blanco de sus certezas, sino en plena diana de sus peores bilis.
El caso es que se habían convertido en padres. Y asumida esa nueva condición, siguieron adelante con la ayuda de quienes importaban. Y con muchas ganas. Y a día de hoy aún seguían en ello. Contra todo pronóstico, y después de haber tenido que atravesar tormentas muy difíciles. E incluso en una ocasión, de haberse visto empujados a traspasar el umbral de la tragedia en una de esas bofetadas que a veces reserva la vida porque así son las cosas.
Y siendo todavía jovenzuelos a medio hacer, pensaban en dónde estarían cuando su hijo cumpliera los treinta. Y dónde estaría él, y si lo habrían hecho lo suficientemente bien. Y en dos suspiros llegó ese momento. Y el padre ya no tan joven, no estaba ni de lejos donde había soñado. Poca novedad. Pero ya tenía un hijo en la treintena y una hija casi en los veinte.
Y pasó más tiempo, y siguió sin estar donde había soñado. Y aprendió a olvidarse de según qué sueños porque a lo mejor no eran para él. Y aprendió también que según qué cosas sólo le habían aportado frustración. Y las dejó marchar porque la vida llevaba demasiado tiempo gritándole que dejara de quedarse sin sangre y sin fuerzas peleando para que las cosas fueran como quería en lugar de apreciarlas en su simple e innegable ser. A veces no es nada fácil ver con claridad que todo está bien y en paz, excepto uno mismo.
Aquellos padres ya menos jóvenes, vieron un día cómo el hijo mayor volaba del nido ya con su propia vida para compartirla con su chica riojana, a la que hacía ya años veían como su tercera hija.
Y desde este ahora que jamás se debe perder de vista porque es cuanto se tiene, el matrimonio ya menos joven -nosotros- recibimos la noticia de que los chiquillos se nos casan en menos de un año. Y que seguramente lo siguiente a la boda, si así ha de ser, es que llegue una generación nueva para otorgarnos el título de jóvenes abuelos. Sea como fuere, todo estará bien. A pesar de sueños que se rompieron. A pesar de expectativas vanas que no servían a nada necesario. A pesar de algún que otro horror vivido. Ahora, mirar hacia atrás no hace más que confirmar que todo, de principio a fin, mereció la pena. Todas y cada una de las etapas.
Ahora, empieza otra muy diferente y para nosotros tenemos que será muy intensa y llena de cosas inmejorables. Esta pareja de padres jóvenes pero ya menos, no pueden estar más orgullosos. Y damos gracias por todo lo vivido y por lo que está por vivir. Son las ventajas de haber sido padres tan pronto. Ahora recogemos esos frutos.
Enhorabuena, hijos. Que tengáis una vida de las que de verdad merece la pena vivir. En el camino estáis. Y ahí residen todos nuestros sueños y la razón de todo lo caminado.