Ya se sabe que a buena parte del género masculino el tema de ir de tiendas de ropa, complementos y moda en general no nos va en demasía. A un servidor desde luego, nada de nada. De hecho tengo vividos momentos más emocionantes cortándome las uñas de los pies o reflexionando sobre la relación  entre las orejas y el cerumen, el ombligo y la pelusilla, Ortega y Gasset o el culo y las témporas. Por poner algún ejemplo más o menos gráfico.
Y es que entrar a un H&M, Primark, Springfield, Alcampo y demás familia donde nos vestimos el proletariado y  la chusma en general, y darte los siete males es todo uno. Todo lleno de fotos de maromos y maromas de buen ver vistiendo la misma camisilla, pantaloncete, o gayumbo de chichinabo Made in China que te acaba de elegir a traición tu partenaire, sin comerlo ni beberlo, ni anestesia ni perro que te ladre «porque te queda ideal» (?????????).
Que eres plenamente consciente de que a ti, con tu cuerpo escombro,  te queda como a un Cristo un Colt 45 pero te callas y tragas por aquello de mantener la paz social, o lo que es lo mismo,  no dormir en el sofá durante los próximos dos milenios bisiestos.
A tí, amiguito de la fauna ibérica, que llevas el mismo uniforme todo el año -en verano a pelo y en invierno igual pero con una rebequita echá por los hombros– para quien la palabra «moda» se reduce a dos conceptos básicos: taparte las vergüenzas y progerte razonablemente de las inclemencias del tiempo. A tí, piltrafilla humana cuyo look no resistiría un análisis superficial de los presentadores gays ultraortodoxos de Cazamariposas.
Sin embargo, de vez en cuando, un soplo de aire un poco más fresco entra en tu miserable vida en el preciso momento en que tu pareja te pregunta, como quien no quiere la cosa, si te apetece ir al mercadillo. Que naturalmente no te apetece nada de nada  pero piensas que, de someterte a tortura, que sea al aire libre que al menos te oreas un poco.
Un mercadillo es como un centro comercial, pero sin techo ni  mariconadas. No pretendas encontrar en él un Starbucks, un Mc Donalds,  un Apple Store, o un Victoria’s Secret porque no hay. Ni falta que hace.
Lo primero que uno percibe al entrar al mercadillo es que los estímulos no sólo son visuales sino  también auditivos. Lo que se dice un derroche de marketing total. Esto es: en lugar de una foto en blanco y negro  de un efebo en calzoncillos Calvin Klein marcando paquete Photoshopero con cara de orgasmo indolente, lo que te encuentras es un señor voceando «Animarsus, Marías, que me lo quitan de las manos», «A tres leuros lo tengo«, o «Tengo calzoncillos de marca recién robaos para el marido y el querido». Esto último en particular, vivido en primera persona, se vio adornado por una de las mejores sentencias de la historia de la humanidad después de «Sólo sé que no sé nada» o «Un pequeño paso para el hombre pero un salto del copón para la humanidad». La sentencia en cuestión era:  «Es mejor ser querido que marido, porque por algo al querido  lo llaman querido y al marido gilipicho».  No tengo una idea muy clara de lo que quería decir el camarada Heredia, pero hay que reconocer que la frase tiene enjundia.
El caso es que a medida que vas deambulando entre los mil millones de puestos del mercadillo, casi todos regentados por uno que se parece al cantante de Camela, como un pulpo en un garaje, un alma en pena o un Amish en un puticlub, te vas encontrando con joyas literarias escritas en cartón del calibre «Tengo el tanga piloto, pa poner al marido como una moto» -que te hacen pensar que Lorca no tenía ni puta idea-  mientras  de forma inadvertida tu pareja ya lleva una bolsa llena con tres docenas de calzoncillos de diseño «Dulce y Camino» y «Calvete Klein» que, ser son bonicos, pero sabes a ciencia cierta que no sólo te van a presionar el escroto en el día a día, sino que además, debido a la natural decoloración del tejido, harán que alternando gayumbo rojo,  amarillo y morado los lunes martes y miércoles, el jueves lo tuyo parezca la bandera republicana. Por tres euros la docena, poco más puedes pedir.
Luego, aparte del mundo textil está el puesto de fragancias, Eau de Parfum y colonias en general, donde puedes encontrar exquisiteces tales como Manuel Nº 4,13223, que es clavadito al Chanel Nº5 pero sin IVA y hecho en Albacete, o Invictus Interruptus de Paco Rabanal. Todo ello en cómodas presentaciones de 6 litros y te regalan el aspersor. El que huele a chotuno es porque quiere.
Mención aparte merecen los puestos más molones del mercadillo: los de material vintage, ferrallas diversas y derivados, donde lo mismo te encuentras un single de Los Payos, un radiocasete pa’l coche, un abrelatas de cuando Franco era bachiller, o una lámpara con el cable pelao de las que salen en Cuéntame.  Aquí es donde por primera vez sientes un cierto interés, que es detectado ipso facto por tu pareja, la cual dictará una orden de alejamiento inmediato del puesto en cuestión «porque a ver qué pintas mirando esas mierdas».
Y te lo dice la que te acaba de comprar gayumbos asesinos para los tres próximos lustros y una garrafa de Invictus Interruptus. Con un par.
Y les dejo, que me está entrando como una congoja y una opresión que no me deja vivir.
A ver si va a ser cosa de los gayumbos…