Siempre tuve la impresión de que en toda lucha, por noble justa y necesaria que sea, el enemigo siempre está más dentro que fuera. Por muchas razones.

Una de ellas, es el cumplimiento matemático de alguno de los paradigmas del refranero popular. En particular de aquel que dice que a medida que las aguas se revuelven, el censo de pescadores aumenta de forma escandalosa. Y llega un punto en el que ese afán de pescar, hijo directo de intereses bastardos, se hace con las riendas. A partir de ahí, cuando la causa se sustenta en forma de eslogan, con su liturgia, con su propia jerga, y sus propios dogmas indiscutibles, justo desde ese mismo momento, cuando la causa adquiere la forma de religión, el peor enemigo posible ya está en casa. Dentro. Y lo normal a partir de ahí es errar el tiro. Una y otra vez.

Y ahí se inicia una orgía del antimarketing más poderoso. Ese que hace que «el enemigo» no tenga ni que molestarse en combatir, porque los adalides más papistas que el papa -o la papisa- le hacen el trabajo desde dentro y, según parece, sin saberlo. Habrá quien considere que no es una cuestión de marketing o antimarketing, sino de principios incuestionables que, en demasiadas ocasiones, no son tales. Me temo.
Principios y dogmas, cuando se identifican y se amasan, en puros dogmas se quedan. Cuestión de fe, y punto.

Por eso me resultan tan insoportables los eslóganes prefabricados al por mayor. Las ideas de copia-pega en serie, y las luchas prêt-à-porter en general. Una cosa es unir, y otra muy diferente arrogarse el derecho de representación exclusiva de todo un colectivo, el que fuere, como si se tratara de un cuerpo monolítico y homogéneo en el que no cabe espacio para la «herejía». Porque ahí, justo ahí, tienen el inicio de su perdición las luchas. El grito de nada sirve cuando se vuelve en contra del mensaje que lanza, y en ese terreno ganan quienes hacen del grito su profesión, su medio de vida y su único sustento y razón de ser. Porque justamente son los más interesados, me temo, en que nada cambie.

Y en eso comparten cama sin saberlo, me temo también, con quienes desde las alturas observan el teatro del mundo fluir a la medida de sus intereses sin el más mínimo esfuerzo, sabedores de que su enemigo está a raya porque no sólo alberga en sus filas al peor de sus propios enemigos, sino que además lo alimenta, lo protege, e impide que se le señale con el dedo. No vaya a ser que algún dogma, o algo peor, se rompa.

¿Censura? ¿Para qué? Ya la llevamos de serie por si acaso se diera un «no vaya a ser». Mal asunto. A lo mejor es porque llevo una semana (por poner un espacio temporal) de mierda y me siento más allá del agotamiento. A lo mejor es que estoy harto -muy harto- de oír chillar y necesito silencio.

Y lo peor es que tal vez no tenga razón, pero el caso es que me da lo mismo. Sea como fuere, pienso seguir cultivando la parte del huerto que me toque sin chillarle a nadie al oído, y lo que siembre es lo que voy a dejar, porque es lo que soy. Ni más ni menos.

A quien le guste lo que hay en el huerto, puertas abiertas. A quien nada bueno siembra, buen camino. Pero por su huerto. No por el mío.

 

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