Imagina levantarte con dolor. Cada día. Imagina que se te caigan las cosas de las manos. Un día. Y otro. Y el siguiente. Imagina que a cada momento tengas que adoptar la postura que menos te duela, aunque sea a costa de destrozarte la espalda. Porque ya hace tiempo que te limitas a elegir «lo menos malo».

Imagina por un momento que todo cambia en tu vida. Todo. Imagina que tienes que dejar tu trabajo porque, sencillamente, no puedes mantenerte en pie. Imagina el agotamiento más extremo que hayas sentido en tu vida. Imagina que no puedes deshacerte de ese agotamiento porque tampoco puedes dormir. Porque tu máxima preocupación es saber si esta noche vas a poder acostarte, o el dolor también te lo va a impedir.

Imagina. Sólo trata de imaginar, que te duele la cabeza. Te mareas. Siempre. A todas horas. Cada día. Cada noche. SIEMPRE.

Imagina que llega un punto en el que lo único que puedes decir es que «te duele TODO». Imagina que la cabeza te estalla y no puedes soportar el más leve ruido. Imagina que necesites un abrazo, o una caricia, y tu cuerpo te diga que no. Porque hasta eso te duele.

Imagina que quieres salir a caminar para olvidarte de todo. Pero las rodillas te duelen. La espalda te duele. Duele respirar. Duele…

Ahora imagina, o intenta imaginarlo, que así es como te sientes siempre. Desde aquel día, tal vez hace un año. Dos. Veinte… Esa es TU realidad. Pero no te creen. Porque «tienes buena cara». Porque «eso está en tu cabeza». Porque «eres una vaga». Porque lo que quieres es «vivir sin trabajar». Porque «estás así porque quieres». Porque «lo que necesitas es descansar un poco».

Pero resulta que «eso» está, efectivamente, en tu cabeza. Y en tus hombros. Y en tus brazos, en tus piernas, en tus manos. En tu vida. Todas y cada una de las horas del día. Y no se trata ya de que quieras «vivir sin trabajar». Es que lo que quieres es vivir. Sin más. Sin dolor. Saber lo que es que se te vaya el agotamiento porque tienes la dicha inmensa de poder dormir y descansar.

Imagina, si puedes, que la ansiedad y la depresión te acompañan también. No porque seas débil. No. Simplemente porque sientes que no puedes más. Así de simple. Imagina que las quince pastillas que tomas cada día ayudan a paliar algo los síntomas, pero a costa de deteriorarte un poco más. Imagina que hay días en los que los dolores son de tal calibre que sólo encuentras algo de alivio en los parches de morfina.

Imagina que sólo en tu país hay oficialmente más de un millón de personas que viven, con mayor o menor intensidad, así.

Imagina ahora que sí te creen. Que sí te apoyan. Que sí te acompañan. Que nadie huye de ti. Que los tuyos, y los que no son los tuyos, te creen. Vaya si te creen. Y te acompañan en tu dolor. Te animan. Te ayudan. Que saben sólo con verte que, hoy y en los próximos días, sufrirás una crisis especialmente dura. Y están.

Imagina que gracias a ese apoyo consigues encontrar algo de alivio. Y cantas. O haces yoga. O pintas… Da igual. Imagina que, cuando peor estás, tienes herramientas y apoyo para llevarlo mejor. Siempre.

¿Imaginas la diferencia?

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Para Gali, Rosina, Anabel, Inés, Alicia, Gema, Cuca, Ana, María José, Montse, Alejandra, Eva, Isabel, M.C., Mercedes, Sara, Mary, Berto…