Planteo un escenario hipotético: nos encontramos en pleno siglo XVIII, cosa ya de por sí muy pintoresca. Y por si ello fuera poco, soy un atildado cortesano de esos que iban así en plan mamarracho con peluca, francesitas, y más puntillas que una competición de abuelas friendo huevos. O sea, como Aramís Fuster, pero en el siglo XVIII. Sí, ya sé que es terrible y de mucho inquietarse. Pero de ser así, habría dicho lo siguiente:

«¡Oh cielos! A fe mía que este terrible constipado que me atormenta, ha de ser castigo divino. ¡Qué horrendo malestar me aqueja! ¡Cof, cof!»

Y luego ya, en consonancia con la idiotez del momento, sacaría con gracia sin par una cajita de rape, e inhalaría una pizca con escaso éxito. Porque lo de esnifar rape, con el tema de las mucosidades pugnando por salirse de la porra como si les hubieran mandado pasar por la caja 2 en orden de cola, es una cosa que se complica bastante. Vamos, digo yo. No he sido atildado cortesano, pero me lo figuro.

Luego ya, estornudaría graciosamente, que eso sólo se puede hacer si eres cortesano del siglo XVIII. Esa gente era sobrehumana, porque todo el mundo sabe que contener un estornudo graciosamente, está lleno de contraindicaciones muy chungas. Lo mismo se te puede salir un ojo del sitio a causa de la presión contenida, cosa muy desagradable, que expeler una ventosidad aparatosísima a lo tonto por no haber contenido bien la presión. Eso es un desastre. Estornudar graciosamente es mucho menos sano que hacerlo sin disimulos, ahí a chorra sacá. Bien no queda, pero más sano sí que es.

Pero cuando no eres del siglo XVIII, y mucho menos un atildado cortesano, no te puedes permitir un «terrible constipado». Así que te jodes, y te conformas con un «catarrazo de mierda». Y gracias.

¡Oig, de verdad! ¡Qué asco ser pobre!