Como habitualmente por estos lares suelen salir a relucir los casos y cosas de la actualidad ibérica, hoy propongo cambiar de tercio torero por un momento, para  luego volver a lo nuestro. Vamos a darnos una vuelta rapidita hasta la América del Norte de mediados del Siglo XIX, cuando el hombre blanco anglosajón se dedicaba a rematar la faena que los hombres blancos españoles y portugueses ya habíamos rematado siglos atrás en el sur del continente arrasando con todo, que es una cosa que históricamente también se nos da de miedo. Eso y curar jamones, lo que más oigan.

Hablemos en concreto del  Gran Jefe Seattle, que por si fuera o fuese poco no sólo era un señor muy mayor sino que encima era indio y cabeza visible de las tribus Dewamish y Suquamish  , lo cual por aquel entonces no dejaba de ser una desgracia como otra cualquiera.  Estas tribus habían tenido la poca vista histórica de asentarse en lo que luego sería el estado de «Guachintón», con el problemón que supone que te recalifiquen los terrenos  y te planten la Casa Blanca en mitad del medio del porche de tu tipi. El mercado inmobiliario ya hacía de las suyas en aquellos tiempos. El caso es que el Gran Jefe indio  recibió una  oferta de compra de las tierras que habitaban él y los suyos desde tiempos inmemoriales  por parte del  Gran Jefe blanco Franklin Pierce que era otro señor no tan mayor, blanco, y Presidente de los Estados Unidos a través del primer gobernador de Washington, Isaac Stevens, que era el Jefe Blanco local y no se andaba con demasiadas bromas. En definitiva, lo que se dice un trato de igual a igual.

Básicamente  a cambio de un puñado de parné, y tal vez de algunas cajas de agua de fuego por aquello de olvidar las penas, los sufridos indios debían trasladarse a una reserva donde seguir con sus usos y costumbres, pero sin molestar  a los colonos blancos  más de lo estrictamente necesario para que el progreso pudiera progresar progresivamente y a sus anchas. En definitiva, un nuevo episodio del tristemente famoso «Quítate tú pa ponerme yo o te meto una que te avío con vistas a la calle». Y entonces se supone que el Gran Jefe indio en su sabiduría, se dio por desflorado y  como casi siempre que hay sexo no seguro dio a luz, en este caso a su famosa carta de respuesta al Gran Jefe Blanco que ha llegado hasta nuestros días probablemente cargada de licencias poéticas y lenguaje modernizado,  pero que en esencia venía a decir lo siguiente:
«Mire usted,  tengo clarito que voy a vender los terruños y retirarme con los míos  mayormente porque no me queda otra. Eso sí: que sepa el Padre Blanco y su consejo de sabios que con todo respeto me defeco en sus insignes muelas y que el firmamento y la tumba de nuestros mayores por más que se empeñen ustedes no tienen precio, porque la tierra no pertenece al hombre. Y le digo más: es el hombre el que pertenece a la tierra, cosa que además de ser cierta queda muy bonita y aparente. Pero como  sus pistolones y escopetas recortás, no lo voy a negar, acojonan bastante, vamos a firmar y aquí paz y después gloria. He dicho». 
Y de este modo el Gran Jefe ejerció su derecho al pataleo frente al hombre blanco, cosa que al hombre blanco le importó medio huevo de pato por aquello de que ya estaba habituado a pisarle la cabeza al hombre negro, así es que pisársela a etnias de otros colores sólo era una cuestión de depurar la técnica.

Y fue entonces cuando se acuñó el término «hacer el indio»

Todo este desvarío viene a cuento de aquella frase célebre a la que tanto recurrimos y que en su forma abreviada dice: «Nada nuevo hay bajo el sol…» y cuya segunda parte es mucho más molona y dice: «…pero ¡Cuántas cosas viejas hay que desconocemos!».  Como ven, esto desmonta el mito de que segundas partes nunca fueron buenas. Y como en el presente tenemos lo que tenemos, a lo mejor no está de más echar un vistazo al pasado de vez en cuando para refrescarnos la memoria y con un poco de suerte tratar de entender que por más que la sinfonía unas veces la dirige Epi y otras veces la dirige Blas, la partitura siempre es la misma y los profesores de la orquesta siguen siendo vecinos de Barrio Sésamo. Eso sí, al menos ahora no es obligatorio aplaudir tras el «chimpún» final. Algo es algo.

Y seguimos bailando al son de la Danza de la Lluvia a ver si los dioses se dignan a reverdecer las praderas en las que antaño pastaban los bisontes y guerreando con la tribu del pueblo de al lado porque los colores son los colores y cada uno le reza con fervor a Manitú aunque la lluvia pase de largo y remoje más unas tierras que otras.

Y es que me temo que con la realidad ocurre como con los cuescos inoportunos:  nadie ha sido, pero el caso es que no hay quien pare en el ascensor.  Y en esas estamos, haciendo el indio y bajándonos en el tercero aunque en realidad queríamos ir al quinto. Somos así.

Y entre tanto, los Grandes Jefes Blancos del mundo mundial siguen a lo suyo discutiendo sobre el sexo de los ángeles sin querer darse cuenta de que  por la espalda les vienen Grandes Jefes de otros colores con ganas de batirse el cobre a golpe de talonario y zurriagazo. Pero no importa, porque nos pintaremos de nuevo con colores de guerra y nos iremos otra vez a medirles el lomo a los de la tribu de al lado que no tienen nada que ver, pero  nos pillan más cerca y además nos caen fatal.

 Ya se sabe que a cada bisonte le llega su San Martín y no están las cosas para danzas y menos aún para lluvias. Lo que sí está claro es que nos va a tocar hacerle unas cuantas ofrendas a Manitú. Ver veremos.