Domingo. Soleado. Levantarse al alba contemplando la sangre del amanecer que empieza a correr por las venas del nuevo día. Correr libre sintiendo la brisa nueva que entrega su frescura sin condiciones. Sin pedir nada a cambio. Saludando al universo del que formas parte sintiendo que eres uno, y él contigo. Inseparables como la más sólida de las rocas que, eternas, ven pasar el continuo presente, y todo es uno. Y uno es todo.
Luego ya, las quemaduras de tercer grado cuando te se cae media galleta chocolate en el café volcánico -¡PLOUF!- ya te acaban de despertar del todo. ¡Príncipe de Bequelagüer, cabronsón! Otro domingo que ni madrugo, ni corro ni na…
Porca miseria!