Siendo cosa cierta según mi memoria alberga, que al pie de tres años hará que nuestro Rey Don Felipe el cuarto entregó el alma al Altísimo, y teniendo yo barrunto cierto de que poco ha de quedar a este pecador para cabalgar igual viaje -que no hay en esto distingos entre reyes, clérigos y gentiles-, véome obligado por la venerable ancianidad, y por dejar testimonio fiel a las generaciones que detrás hubieren de venir, de cuantas cosas y vivencias y sucesos estos ojos vieron.
Yo, que por gracia llevo y así me cosnocen como Juan de Troncedo, doy en escribir estas líneas de mi puño y letra, que en no teniendo ya el pulso como de mozo, bien pudieren salir de renglón torcido mas sin mengua alguna de la recta verdad. Y por más señas si así no fuere, el Señor me lo demande con gran severidad y punición en abundancia.
De familia humilde y medio hidalga por parte de madre, en siendo primogénito y varón y teniendo mis progenitores muy magra herencia que dejarme, fue por mediación del nuestro cura párroco Don Prudencio, santo varón que siendo de parroquia pequeña y muy rural era hombre de muchas letras y muchas luces, que aprendí las cosas del leer y del escribir. Y gracias a la mucha recomendación suya en epístolas que mandó al Abad del Monasterio de Santa María la Real, que distaba muchas jornadas de mi casa, tomé los hábitos a la edad de veinte, siendo aún de piernas y brazos fuertes y dientes enteros, que la mocedad de tales dones anda sobrada. Mas tenía yo entonces poco seso, y no fueron sino los años de mucho estudio y disciplinas y privaciones todas en el cenobio quienes vinieron a poner remedio a lo segundo y a hacer gran quita de lo primero. Que buen cristiano no ha de querer para sí juntar los dones todos del cuerpo y la sapiencia por ser cosa de mucho pecado.
Y con el correr de los años muchas lecturas hube, merced a los libros y pergaminos y documentos otros que con abundancia había en el Monasterio de Santa María La Real en el que servía yo al Altísimo, donde vide y me empapé de lo que en otros siglos copiaron laboriosamente los monjes que me precedieron. Y dellos escritos muchos eran prohibidos por contener herejías y saberes de moros y judíos y alquimistas y gentes que contaban magias y brujerías de mucho espanto. Mas habiendo querido Dios nuestro Señor que ninguno de los abades que en el cenobio dicho mandaron fuese de juicio severo en demasía con las cosas escritas, y por lo apartado que estaba de caminos y posadas y las muchas cuitas que suponía allegarse hasta él, estaban aquellos muchos anaqueles y estantes y cofres rebosantes de conocimientos y saberes lejos de manos inquisidoras de aquellas de hoguera fácil. Y tuve por ventura navegar por aquellos mares de tinta pecadora y fijar en el seso cuantas enseñanzas en ellos había, cuidando de no olvidar los principios de la fe verdadera por procurar que no se perdiere el alma mía por tanto alimentar las cosas de la cabeza y la razón de las que tanto goza Satanás.
Y así, púseme en mucho conocimiento de artes muy antiguas que hablaban de cosas muy contra natura, que manejar permitían las cosas del tiempo, y contaban de hechos y sucesos muy espantables de gentes que a su antojo iban y venían a voluntad a tiempos muy remotos de antaño, y con igual maña a tiempos futuros. Y volvían como si nada hubiera acontecido a los tiempos presentes que por nascimiento les tocaban. Y cuidaba yo mucho de que los otros monjes y el abad no hubieran noticia alguna destas lecturas y enseñanzas que, por ser tal su naturaleza, ni en confesión me hubiere atrevido a revelar, y confesábame a solas ante Dios nuestro Señor por ver si su infinita bondad perdonaba aquellos pecados que parecíanme a mí de más castigar que los de la carne.
Y así, en teniendo miedo y vergüenza en demasía y más de lo primero que de lo segundo, pero más grande curiosidad que de ambas dos cosas, resolví de poner en hechos aquellas historias y de probar en mi carne mortal y pecadora si aquellos viajes por los tiempos eran de factura posible.
Y por procurar más disimulo a la aventura, mandé recado al abad de que me dispensara de las horas de trabajo y de recibir alimentos ni cosa alguna con los otros monjes, y de no ser turbada mi soledad en dos jornadas en las que, el Señor me perdone, dije yo que iba a hacer ayuno y penitencia y mucha mortificación de la carne y mucha oración y vigilia. Y quiso la Providencia que me fuera concedido quedar a solas en mi celda sin tener que dar cuentas a nadie ni ser perturbado mi retiro en las dos jornadas siguientes.
La cosa primera que hice no fue sino elegir a qué año me había de trasladar en tan grande peripecia. Y pasando sin mirar las hojas de las Sagradas Escrituras, al azar puse el dedo sobre Éxodo capítulo 20, y teniendo ya las dos cifras primeras, me dije de elegir otras dos por ser bastantes cuatro, no fuera a llegar después del Juicio Final por mucho inflar las cifras, pues pareciome que era cosa de poco seso y escasas luces llegar después del fin de los tiempos.
Y quiso la fortuna o el infortunio, que como se verá en el relato no sé bien de las dos cual fue, que eligiera los versículos primero y sexto, y así fue como juntando las cifras cuatro, quedó dispuesto que había de viajar al Año del Señor de dos mil y dieciséis. Y pareciome número de mucho vértigo y que mucho habría cambiado el reino para entonces. Pero siendo esa mi suerte, quedé resignado a ver y vivir en mis carnes mortales lo que en aquellos tiempos futuros aconteciere.
Ahorro al lector, por lo prolijo de las muchas invocaciones y fórmulas y sortilegios que se han de emplear, los detalles y rituales que es menester usar para estos viajes y diré que finalizados los dichos encantamientos, al punto mudó todo cuanto veía, y ya no estaban donde solían las paredes de mi celda, ni los pocos enseres que en ella había. Y halleme de súbito en lugar que nunca antes viera, y era de mucho espanto y mucho susto y muy notable de ver cuantas cosas allí había.
Y vide muchos carruajes de colores vivos que de rojos y amarillos y otros colores ofensivos a la vista dañaban, mas ninguno de ellos llevaba caballo ni mula ni acémila que de ellos tirara, y movíanse igualmente. Y aquellas aberraciones salidas del mismo infierno mucho ruido y alboroto formaban en torno de sí. Y vide construcciones y edificios y comercios finos como jamás cristiano imaginara. Y en los muros dellos muchos habían grandes letras, que descían cosas como “ZARA” y pensaba yo que allí había de faltar a la fuerza “GOZA”, y que por lo que fuera sin gozo quedara, y ropajes muy extraños y de muchas medidas habían en los estantes, y otros que rezaban “Burger King” y “KFC” que mucha olor a fritura y aceites y grasas daban, que a mi entender cosa buena no pudiera salir dellos. Y encomendeme al Altísimo al ver otro que “El Corte Inglés” decía, que así tuviere las más finas mercaderías no pisara yo ni habiendo hartura de vinos por no ofender al Rey nuestro señor en siendo los ingleses gentes de mucha piratería y poco fiar, que tantas afrentas hicieran al Reino y mucho oro de las Américas y cosas de valor hurtaron a placer de navíos de las Españas. Y siendo los cortes cosa por lo común de poco desear, menos habían de serlo si de la Inglaterra venían.
Y había de posadas y tabernas en una calle sola como en la cristiandad toda, que es cosa notable que las gentes deste tiempo han de ser de mucho catar vinos y licores y otras bebidas de nublar el entendimiento. Y eran los suelos de las calles duros y sin barros. Y no olía a orines y excrementos en demasía, que se conoce que habían bien de letrinas y pozos negros y cuidaban aquellas gentes de no vaciar los orinales por las ventanas, que era cosa que me pareció de mucho agradecer. Y di en observar que las gentes todas, mayores y menudas y casi hasta los infantes de pecho, iban mirando con mucha fijación unas cajas pequeñas y alargadas y de poco fondo que en las manos llevaban, que pensé que habían de ser relicarios de mucha devoción viendo que dellas no levantaban la mirada en momento alguno.
Y hordas había por doquier de zagales y zagalas con los dichos relicarios. Y ajuntábase la antedicha mocedad en grupos, que es de pensar que así fuera por haber amistades entre ellos. Mas no dirigían palabra alguna los unos a los otros, ni quitaban la vista de los dichos relicarios, cosa que a mi entender había de ser porque las amistades entre ellos fueran escasas y buscaran consuelo en los relicarios que en las manos portaban. Y acerqueme a uno dellos y de las manos le arrebaté el relicario, y vide con mucho espanto que por un vidrio que en la tapa llevaba, veíanse de figuras y de imágenes muy espantables, obras todas del maligno. Y con mucho aspaviento solté de las manos aquel ingenio infernal, que fue a dar en el suelo con mucho estruendo y en mil pedazos rompió, y dejaron de se ver las figuras y las imágenes, que se conoce que del golpe huyeron. Y el zagal fuera de sí al ver el relicario suyo tan quebrantado por los suelos, arrancose a blasfemar y a lanzar muy grandes improperios contra mi persona.
Y aparecieron en un carruaje que lanzaba rayos azules por la techumbre dos uniformados que se conoce que habían de ser alguaciles, pues llevaban al cinto un palo y unos arcabuces pequeños que por prudencia no quise yo catar, que ya tenía visto que aquellos eran tiempos de ingenios y máquinas y de invenciones muy espantables de ver.
Viendo los alguaciles que andaba yo con los mis ropajes que desentonaban más que un Cristo en puerta de lupanar, debieron convenir que no estaba en mis cabales, y conmináronme a marchar del lugar so pena de llevarme preso, cosa que pensé yo que sería poco conveniente a un clérigo de mi edad y condición, poco propicia para llevar palos y guantadas y puntapiés, y que mejor me guardaba de acabar en las mazmorras de los dichos alguaciles, que sería cosa de mucho quebranto y vergüenza.
Y así decidí marchar de aquellos tiempos que, aun estando en ellos, míos no eran. Caía ya la noche, y resolví en viendo una casa que tenía en los muros la leyenda “Club El Paraíso” que en letras muy luminosas y de un hermoso azul encendíanse y apagábanse una y otra vez haciendo como un zumbido a la par, que aun no sabiendo qué cosa era un Club, no podía ser mal asunto en llamándose “El Paraíso”.
Y de lo que en el Paraíso aconteció excuso al sufrido lector por no ser prolijo en palabras ni hablar en demasía y por ser cosa de mucho pecado y poco decoro para buen cristiano. Y usando otra vez de los sortilegios y fórmulas y liturgias, volví al tiempo que me tocaba sobrándome un día. Y en los días que siguieron me encontraron los otros monjes y el abad muy rejuvenecido y con gran regocijo y júbilo, y con otros brillos en los ojos, y con muchos bríos para el trabajo. Y pensaron que era cosa de la mucha oración y recogimiento y mortificación de la carne habida en mi celda.
Y para mis adentros pensé que, en habiendo hecho Adán y Eva tan grande felonía en su Paraíso, no había de ser tanto pecado el que hiciera yo en el mío, y que en no mortificando la carne, aunque fuere solo por una vez, no se había de acabar el mundo.
Y en renegando de los demonios en paz me puse con Dios, y a la vejez viruelas. Que no es mala cosa…
Me encanta, te he acompañado en este increíble viaje y he disfrutado mucho. Qué prosa!! Gracias por compartir esta virtud del entretener y facer disfrutar.
Gracias a ti por tu compañía, Azucena.
Pobre pecador que dejo el paraíso para volver con unos "Santos" varones. Muy bueno Isma
Muchas gracias Elena. Bienvenida!