Cada día me apasiona más ese arte consistente en vender un producto mintiendo de la forma más guay posible. Y es que la publicidad, a la que nuestros abuelos llamaban «propaganda», término que se me antoja mucho más adecuado, mola mucho en tanto no deja de ser el reflejo de lo que somos, o de lo que pretenden que seamos.
Claro, que no es lo mismo tragarse la publicidad que ser parte de ella. ¿A quién no le gusta que le regalen una camiseta, aunque sea «de propaganda»? Es cierto que incluso en esto hay clases. Si la camiseta es de Coca Cola, mola mucho más que si es de «Ferrallas Fernández e Hijos S.L.», Nos ha jodío mayo… Hay que reconocer, eso sí, que la camiseta de Fernández y su prole, hace un avío de lo más apañao para estar en casa o cada vez que hay que pintar.
Otra variante de participación activa propagandística es aquella en la que te compras la camiseta a precio de farlopa de la buena, y a cambio tienes el privilegio de hacer de hombre anuncio con la marca impresa en la chepa o en la pechera en fuente arial negrita tamaño 1500. Aquí ya hay problemas.
También está la variante de mercadillo, más exagerada pero mucho más barata: basta ver esos impagables cinturones de Dolce & Gabbana hechos en la China mandarina con hebilla tamaño tapacubos de Pegaso, que digo yo que cada vez que vas a mear tendrás que decidir si haces la maniobra por el agujerillo de la «D» o por el de la «G».
Y es que la publicidad ha evolucionado con nosotros y nosotros con ella, desde los tiempos en los que Carmen Sevilla cantaba aquello de «Familia filis familia felí», que aunque parece latín no lo es, pasando por aquel mítico «¡Andá, la cartera!», en el que un niño con un preocupante subidón de Donuts en sangre descubría perplejo que se había dejado los bártulos de estudiar en casa. ¡Como mola!
Los que parece que degeneran un pelín son los de Cola Cao, que como aquello de «Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba…» ya no es políticamente correcto lo intentaron con «Yo soy aquel ciudadano subsahariano, que trabajando en régimen de cooperativa solidaria en pro del comercio justo cantaba…», pero decidieron que aquello, aunque progre que te cagas, tenía muy mala rima. Luego se dedicaron a promocionar diversos artefactos a pilas como el Chupicao, el Baticao, o el Escojonacao, y ahora están con el niño surfero que a la tierna edad de «dié jañoh» ya anda por ahí robando las olas más chulo que un camello con siete jorobas. ¡Qué hermoso paralelismo! Mientras que Obélix se cayó de pequeño en la marmita de Poción Mágica, el nene surfero se cayó en la de agua oxigenada. ¡Están locos estos romanos!
Bueno, pues les dejo, que me voy de farra con el Capitán Pescanova y el Hombre Blanco de Colón a tomar un cafelito al bar de Juan Valdez. Mister Proper no viene porque desde que sus padres discutieron por el apellido, se puso Don Limpio, se casó con la lerda que usa el bote del Wipp Express como micrófono y ahora no hay Dios que lo aguante.
Con lo que ha sido este hombre…