Como si no fuera bastante perder a un hijo, súmale tener que soportar que desde según qué medios carroñeen con las imágenes del cadáver. Pero bueno, cuando desde buena parte del periodismo ya se han superado hace tiempo todos los límites de la decencia básica limitándose a comerle el ojal a quien ordene su amo, lo de pasarse el código deontológico por el arco de triunfo, ya ni cotiza.

Añádele además toda la caterva de todólogos forenses que no son capaces de hilvanar una sola frase con sentido y sin faltas de ortografía, y lo más parecido a un voltio que han visto en su puta vida es una palangana. Pero oye, curiosamente son capaces de peritar con la chorra lo que les pongas por delante, determinar lo sucedido y señalar con el dedo como culpable a quien les salga de las gónadas sin despeinarse. Y si alguien con dignidad les afea la conducta por semejante subnormalidad, y por tal despliegue del analfabetismo más cretino y obsceno que quepa imaginar, todavía se mosquean y se ponen muy dignos porque «a ver si no se va a poder opinar». Pues es sencillo: cuando una opinión se sustenta en la nada más absoluta, y se limita a amasar cuatro datos sesgados y mal paridos, no es una opinión. Es una hez pinchada en un palo. Y cuando además se hacen acusaciones gravísimas sin pruebas, un delito.

Idos a la reputísima mierda los unos y los otros. Qué puto asco dais. Y mira, si esta vez el algoritmo me chapa la cuenta, lo doy por bien empleado de pe a pa. Es un milagro que no arda todo.