Pues yo una vez fui al tanatorio a dar un pésame debido al cargo que tenía en ese momento. Debidamente vestido, y con la compostura que exige la alta responsabilidad de representar a un colectivo. Hasta ahí todo correcto. Como no conocía ni al finado ni a su desconsolada señora, decidí actuar con naturalidad y desparpajo, me acerqué a la viuda, que estaba sentada en un sofá con un gesto de desconsuelo que me pareció tan convincente que lo puntúe con un nueve y medio en la Escala Tanatorial de Richter, y le di dos besos poniendo mi mejor cara de «no semos na». Pero sin decir nada. Dejando que la energía fluyera y lo dijera todo por mí, igual que el viento y el trueno hablan en nombre de la tormenta.

Total, que resulta que no era la desconsolada viuda. Era una señora random que estaba allí sentada descansando sin meterse con nadie. Por eso los diputades tienen un asistente que evita que defequen o hagan parrilladas en el escaño.

Y así, amiguis, es como se queda como la Chata Pumarín cuando se puso en marcha el camión tras el que estaba en plena maniobra de orinación.

Menos mal que estaba alguien que conocía y muy elegantemente me indicó quién era la viuda titular. Tras presentarle mis respetos pensé en ir dando dos besos a todas las viudas de la sala para hacer como que uno es de natural cariñoso. Pero me fui, una vez más, con la seguridad de haber quedado como Cagancho en Almagro y la satisfacción del deber cumplido.

Y ese es uno de los secretos de mi éxito en la vida. Por suerte todo terminó sin que tuviera que intervenir la autoridad competente.

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