Pensaba escribir sobre esto mañana, pero no. Ya no me fío. Ya no nos fiamos. Probablemente es así desde hace ya mucho tiempo. Más del que cabría esperar de una sociedad que merezca siquiera ese nombre, y no digamos ya, apellidos como «avanzada», o «civilizada». Puede que de civilizada aún le quede algo, porque de lo contrario no sería de extrañar que todo estuviera ardiendo desde sus mismos cimientos hace lustros.

Voy a intentar no proferir un solo insulto, ni eso que los bienpensantes dan en llamar «palabras feas» o «malsonantes», y es una pena, porque casi todas ellas encierran una verdad inmensa y una capacidad de síntesis casi perfecta. Las palabras son hermosas si se respeta su esencia.

Tenemos un parlamento que se supone que ha de legislar para eso que todos llamamos «bien común», y tengo para mí que ambos términos, «bien» y «común», están ya tan sobados, tan manidos, tan prostituidos, que resultan ya casi inutilizables. Igual que «vergonzoso» «lamentable» y otros, que de tan repetidos, acaban perdiendo la esencia y por tanto la razón de SER.

Y el caso es que, efectivamente, no sólo legisla sino que, para mayor gloria de la nación, hiperlegisla. Eso no se le puede negar. No será por cantidad. Otra cuestión es por qué, para qué, y sobre todo y por encima de todo, para quién lo hace. Y no parece que sea para el común de los mortales, desde luego. No a la vista de lo que (mal)vivimos. No sé nada de leyes. Nada. Pero sí sé que si una ley protege al delincuente y denigra a la víctima, o está muy mal planteada, o está muy mal redactada, o simplemente es una vergüenza para quien se encarga de crearla y aprobarla. Las leyes no se esculpen en piedra, desde luego, pero aquí y ahora es evidente que le robamos una simple «L» al término y, maravillas de la palabra, resulta que se escupen. A placer. Sin tiento ni atisbo de rubor.

Sigan discutiendo sobre temas de máximo interés ciudadano. Sigan apuñalándose, que al igual que ocurría con la pólvora del rey cuando se suponía que era pólvora ajena (¡JA!), las puñaladas les caen -previo pago- a los que vivimos fuera, en esa realidad paralela que se empeñan en ignorar. Sí. En ignorar. Me importa un bledo lo que digan ustedes de puertas afuera para sus respectivas hinchadas, porque simplemente no sirve de nada, más allá de aquello del fervor de masas. Váyanse al cuerno con sus eslóganes vacíos. Con todo respeto, eso sí.

Me importa otro bledo aún más escaso que guarden minutos de silencio. Que cultiven el postureo ridículo, que en un currito tiene un pase, pero en ustedes es una indignidad. Que se lo compre quien pueda o quiera.

De quienes aplican las leyes, no puedo tener más que recelo. Espero que esto al menos siga siendo legal y se permita expresarlo. Ejemplos creo que sobran. No veo claro que puedan exigir respeto porque es difícil -si no imposible- respetar la falta de respeto a la dignidad humana. Si acaso, exijan acato. Que es otra cosa muy diferente. Y si los instrumentos legales con los que les dotan no sirven para proteger a su propio pueblo -otro término prostituido- tengan la bondad de exigir que les doten con otros más claros y justos. Claro, que a lo mejor esto último no es legal. Todo puede ser.

De vosotros, los que ejercéis y ejercisteis el poder ejecutivo, prefiero no decir nada, porque los hechos hablan por vosotros y os preceden de forma escandalosa. Magra fortuna de la que vanagloriarse, por cierto. Indignidad, descaro, prepotencia y mala índole os sobran. Cabe preguntarse si del mismo modo no estaréis también de sobra vosotros mismos, visto lo visto.

Seguid negando la mayor. Seguid pregonando que todo lo hacéis por el bien de la ciudadanía. Seguid enriqueciendo a la piara que os da cobijo en nombre de los sacrosantos «intereses de España». Intereses, sí. Pero ¿De España? ¿En serio? ¿Desde qué punto observáis esos intereses? Desde uno muy elevado, no. Desde luego.

Tal vez, y digo tal vez, buena parte de esa ciudadanía a la que decís representar esté ya hasta el sacrosanto gorro. De vosotros y de quienes os gobiernan a vosotros. De vuestra sacrosanta imbecilidad y cobardía que pagamos a la vista y con intereses. De que hayáis sido capaces de prostituir la libertad, la justicia, la convivencia, y hasta la última de las palabras del diccionario. Enhorabuena. Lo habéis conseguido con nota.

Y para aquellos quienes aspiráis a dirigir el país, la nación, el erial, o como se os cante llamar a este solar, deseo profundamente dejar de pensar algún día que es de vergüenza propia y ajena que con estos mimbres infames que padecemos no hayáis sido capaces de convencer y vencer por abrumadora e incontestable goleada. Y no creo que sea porque, según parece, consideráis que «la gente» es imbécil.
Algo estáis haciendo como el sacrosanto culo.

Hacéoslo mirar. Por favor.