Retirar las cosas que duelen: los comederos, su camita, su manta…

Regalar lo que ya no se va a poder comer. Las latinas, esa bolsa de chuches blanditas que podía masticar con los pocos dientes que tenía… Hace tiempo ya que cada vez que íbamos a comprar una bolsa deseábamos que no fuera la última. Pero efectivamente, esta vez lo fue.

Conservar lo que dentro de un tiempo serán recuerdos muy gratos, pero ahora mismo hacen que el alma zozobre: los juguetes, la correa, el collar, el arnés…

No poder pasar la aspiradora todavía porque sabes que sus pelitos se van a ir también.

Caminar por la calle y no tener que pararte cada diez pasos para esperar a que huela todas las cosas interesantes.

Llegar a casa y ver en la puerta la huella leve de su nariz cuando la apoyaba al llegar del paseo. Porque sabía que esa era su casita.

Abrir la puerta y que todo huela diferente y a la vez el aire resulte más pesado.

Dejar todas las puertas abiertas esperando en algún momento escuchar cómo te acercas para echarte un ratito al lado de cada uno.

No poder darte comida de estraperlo, como cuando a la hora de comer asomabas la cabeza por debajo de mi brazo. Y te daba una miga diminuta, previamente mojada en algo rico y te decía: ¡Toma! ¡Un pan! Y efectivamente lo agradecías como si te hubiera dado la panadería entera.

Es un peaje durísimo, sí. Pero muy económico comparado con todo lo que nos diste. Estamos trabajando para que deje de doler tanto, pequeño. Danos tiempo.

Nosotros nos damos permiso para tener el alma rota.