Noche fría de viernes –fresca, como diríamos en el norte-. Las calles se llenan de ejércitos de curritos batiéndose en retirada con la moral carcomida pero aliviada ante la perspectiva del armisticio del fin de semana. Viviendo un presente simple y viendo venir un  futuro indefinido pero alicatado de letras por pagar  hasta el techo, que se dirigen como buenamente pueden a sus respectivas casas, bares y/o tugurios de mala muerte, estos últimos también hipotecados pero al menos a nombre de otros infelices. Para que no se diga que no hay para repartir.

Una vez más nuestro héroe hispánico -el inefable y sin embargo normalísimo Ataúlfo Corrochano- se despidió de su antaño estable trabajo hasta el lunes suponiendo que a  los dioses variopintos,  los hados, la patronal y el primo segundo de Standard & Poors se les cantara o cantase por el arco de triunfo. Que podría ser que no, pero hay que alejarse de los pensamientos negativos y los malos rollitos en general porque en caso contrario dicen que se te avería el karma y te sube la tensión y el azúcar, con los costes emocionales y sanitarios que ello  supone.

Ataúlfo sacó el bonobús de su raída  y viejuna cartera de Christian Dior – regalo ya añejo de los Reyes Magos de Oriente que se caía a pedazos-  y no pudo evitar la tentación de blasfemar defecándose en Dior al ver tanta decrepitud carteril   de marca sin solución de continuidad a corto o medio plazo. Con lo que él había sido hace unos años. Aunque lo cierto es que no estaban las cosas para bobadas…
El cartelito luminoso de la parada del autobús decía por obra y gracia del GPS que el vehículo en cuestión, de la línea 2 para ser exactos,  llegaría  en cosa de 3 minutos. Y así fue, porque como todo el mundo sabe lo que diga el GPS va a misa aunque sea dando un rodeo de tres pares de albardas.

Pasó el bonobús con desidia por el lector, que le correspondió con un «bip» tan aprobador como indolente. Es lo que tiene  usar el transporte público a diario y pagando, lo cual es una cosa muy poco antisistema, todo hay que decirlo. Por aquello de que el que paga y además calla, no solo otorga sino que además colabora….  Se sentó lo más adelante que pudo en uno de esos asientos individuales tan prácticos para ejercer de lobo solitario de autobús. No es que Ataúlfo fuese un ser asocial, es que le agradaba más el silencio que las conversaciones forzadas, sobre todo las de autobús y ya no digamos las de  ascensor.

Mientras la voz impertinente del GPS autobuseril iba recitando de memoria el trayecto – ya saben:  «Próxima parada: Marqués de Santojete» y otras cosas por el estilo– Ataúlfo observaba el paisaje urbano invernal de viernes a las ocho y cuarto de la noche, plagado de exploradores de rebajas ávidos de gastarse los últimos cuartos, y una amplia representación al más puro estilo de la ONU de manguis, trileros, carteristas de medio pelo  y menesterosos profesionales en general a la espera de aliviar a navegantes incautos del peso de algún  euro o artilugio convertible en euros. Últimamente la cosa también estaba muy mal para los soldados rasos del ejército del  lumpen. Las carteras de los que antes eran nuevos ricos ya sólo contenían tickets viejos,calendarios de años pasados y tarjetas sobreexplotadas y apenas se conseguía afanar un miserable Iphone al día. En ocasiones, incluso el Iphone era una cutre imitación china a la que se le borraba la manzana rascando un poco con la uña. Porca miseria.

Y enfrascado como estaba en su cómoda observación tras la ventanilla del autobús, al pararse en un semáforo  pudo ver en vivo cómo tres  ciudadanas pertenecientes a una minoría étnica con aspecto de provenir de la zona de los Cárpatos le sustraían por el método del descuido la cartera y el móvil a una pareja de turistas asiáticos que tomaban algo en una terraza.  O dicho en román paladino del de antes, Ataúlfo observó impasible cómo tres gitanas rumanas desplumaban a unos con pinta de chinos o de por ahí que,  no seamos tiquismiquis,  es como todos lo contaríamos al llegar a casa.

Despertó de su letargo al percibir que su parada era la siguiente y tras pulsar el preceptivo botón rojo lleno de mugre y bacterias con las letras STOP medio borradas se  levantó para acercarse a la salida. Y fue en ese momento cuando, al enfrentarse a la perspectiva que ofrecía el autobús ya medio vacío, pero plagado de miradas fijas en el suelo o perdidas en la observación del mundo que había al otro lado de la ventanilla, deseó no tener que abandonar aquella efímera sensación de seguridad contemplativa para zambullirse otra vez, otro viernes más, en aquella  jungla humana, urbana y fría. O fresca, según se quiera mirar.

Y al poner pie en tierra firme, sin ventanillas ni luces fluorescente de por medio y ya a merced del olor a desesperanza y polución,  le asaltó la idea de que tal vez nos iba regular por  rascarnos  la rabadilla en un desesperado intento por calmar la tos, o por empeñarnos en nadar en cueros en mares de inexplicables fijaciones orales repetidas hasta la náusea. Dedicados a resolver tensiones sexuales con apaños de sexo escrito, tan propenso como es a las faltas de ortografía.

Pero Ataúlfo, inasequible al desaliento la mayoría de las veces, se levantó el cuello del abrigo y mientras caminaba pensó que frente a las noches de viernes de filosofías tabernarias siempre habrá mañanas de lunes de esas que no se andan con chiquitas y nos anuncian semanas de sexo duro y además de pago. Y ahí la ortografía y la gramática cotizan poco… Soldaditos somos y en el fragor de la batalla nos encontraremos, y muy probablemente en bandos opuestos. Y por algún extraño mecanismo o fijación oral en este caso pensada, le vino a la cabeza aquello que dicen que dijo el Conde de Romanones, aquel noble con apellido de mala rima, y repitió Mariano décadas después: ¡Joder, qué tropa!  y añadió para sus adentros un sonoro: «…¡Que somos!» sin darse cuenta de que lo había dicho para sus afueras a juzgar por la mirada que le dirigió una señora que al pasar junto a él aumentó distancias y aceleró el paso pensando muy acertadamente que había mucho loco suelto…