Mi nombre es Airmail Palomeque y soy básicamente imbécil. Es una característica que me acompaña desde la más tierna infancia, en aquellos lejanos  días en los que yo era un recién nacido y mis padres, que de imaginación iban algo justos,  buscaban desesperadamente un nombre que ponerme. Como yo ya tenía dieciocho meses, y la policía y el juez empezaban a presionarlos para que me pusieran algún nombre legal,  mi padre me había inscrito temporalmente en el registro civil como «Nene Número Dos».   Pero una mañana de enero,  recibieron una carta de mi tío Argimiro, que había emigrado a América –más concretamente a la del norte- veinte años atrás. Y fue justo en aquella carta procedente de tierras lejanas, y más en particular en su sobre, donde hallaron la solución a su escasa imaginación para la cosa de los nombres filiales: Air Mail. Al menos tuve más suerte que mi hermana mayor,  All Bran Palomeque, -anteriormente conocida como «Nena Número Uno»- que tuvo la desgracia de nacer en la época en que mis padres padecían de estreñimiento pertinaz.
Mis padres, que seguían rigurosamente las tradiciones familiares y por tanto eran unos perfectos imbéciles, emocionados ante el hallazgo, olvidaron abrir la carta y la tiraron directamente a la basura -aunque de todos modos nunca habían sido mucho de leer ni cartas ni otra cosa más allá del bote del champú cuando el All Bran obraba su milagroso efecto-. El tío Argimiro murió años más tarde perplejo y  sin saber por qué extraña razón mis padres no habían cobrado nunca aquel cheque de 50.000 dólares que les había enviado al nacer yo. 
Ya en el colegio, mi nivel de imbecilidad alcanzaba cotas épicas. En el recreo, repartía entre los matones de clase la carta de bocadillos para que eligiesen cual quitarme, y se conoce que eso le quita emoción al asunto y no se molestaban en hacerme bullying ni nada. Aquello frustró muchísimo a mi madre, que todas las mañanas me preparaba con gran ilusión mis dieciséis bocadillos. 
Con las chicas tampoco tenía mucha suerte y nunca conseguí que ninguna se interesase por mi colección de cerumen de oreja ni por las bufandas que me tejía con la pelusilla del ombligo. A las chicas no hay quien las entienda. Incluso aunque no seas imbécil ni nada.
Pero no todo eran desgracias.  Cuando estaba en quinto curso, profesores y alumnos me dieron por unanimidad el Premio al Imbécil del año, galardón que se sumaba al Premio al Imbécil Revelación que me habían concedido en el parvulario. Mi familia se puso muy contenta  pero lamentablemente no pudimos recibir el galardón porque al ir a recogerlo nos equivocamos de colegio, de ciudad y de día. Mi padre le echó la culpa al GPS. Años más tarde me dí cuenta de que el GPS no se había inventado aún por aquel entonces. Y es que mi padre, además de imbécil, era un visionario.
Llegaron los años de la universidad, por la que pasé sin pena ni Gloria (a Gloria tampoco le gustaron mi colección de cerumen ni mis bufandas de pelusilla y dejó la carrera y el país a los tres días). Fueron años muy confusos porque yo me había matriculado en Derecho pero siempre me equivocaba e iba la facultad de Fisioterapia, que me pillaba más cerca. Al terminar la carrera abrí mi propio bufete. Perdía todos los juicios pero, eso sí,  mis clientes nunca tenían contracturas ni nada. 
Pero pasados los años, llegó a mi vida la herramienta definitiva que me permitió mostrarle al mundo mi imbecilidad en todo su esplendor: Internet.
Lo primero que hice fue contratar una conexión a Internet de las buenas a la  que al principio no le sacaba mucho partido porque no tenía ordenador ni nada, pero todo cambió al comprar mi primer portátil. A los dos meses ya tenía un dominio considerable y conseguí sacarlo de la caja yo solo. No obstante no pude arrancarlo hasta la primavera siguiente porque no encontraba el pedal del embrague ni el contacto. Pero los señores de la tienda fueron muy amables y finalmente mandaron a un técnico a mi casa para instalarlo y darme un curso de unas horas para enseñarme las cosas más básicas. Durante aquellos meses entablé una amistad entrañable con el técnico, que había terminado por instalarse en mi casa y se había hecho adicto a los psicofármacos por vía oral, rectal y parenteral. 
Por fin, me vi con mi cuenta de Facebook, Twitter e Instagram y comprendí el poder que todo aquello me daba.

Y ahora, por fin, puedo hacer cosas molonas como participar en sorteos de 300 Smartphones y 250 fajos de billetes (que lógicamente no se pueden vender porque han sido abiertos) con sólo dar mi número de tarjeta de crédito y mi PIN, hacerme selfies con la escobilla del WC, opinar de política, de papiroflexia, de física cuántica o de lo que se me cante,  a cualquier hora del día y sin necesidad de tener ni repajolera idea de nada. ¡Y es fantástico porque lo mejor de todo es que se me nota muchísimo! Y si la cosa se pone fea y alguien me afea la conducta o rebate mis argumentos, evito quedar como Cagancho en Almagro colgando cualquier cita filosófica de Paulo Coelho, o de quien sea, como por ejemplo Amar es no tener que decir nunca «No me pises lo fregao»,  o «Dale a tu prójimo las gracias por estar ahí porque si no estaría aquí»  que siempre da mucho juego y uno queda bien como si hubiera leído algo de Paulo Coelho. O de alguien.
Y es que nosotros los Palomeque  somos a la imbecilidad lo que Paco de Lucía a la guitarra o lo que Paquirrín a tocarse la entrepierna a dos manos: unos auténticos virtuosos. 
Porque como dijo Paulo Coelho: «Todos llevamos un Palomeque en algún recóndito rincón del alma, y algunos incluso a jornada completa». 


¡Qué bonito!