Los pocos ascensores que paraban en mi planta iban llenos de gente que viajaba ligera. Es verdad que algunos iban vacíos por completo. Y abrían sus puertas. Pero mi equipaje era tan ridículamente abundante como inútil. Y el resultado, al fin, era el mismo. Y era cada intento de entrar y subir a la planta deseada, más angustioso que el anterior. Ni siquiera sabía si la planta deseada era alguna de las de arriba. A lo mejor era esa misma planta a la que quería ir, pero a otro punto más allá. O más acá. Los ascensores también se mueven en horizontal. Lo sé porque otras veces lo tengo soñado. Y cuando echaba mano con desesperación de toda aquella carga absurda para al fin escapar de allí, nada reconocía dentro de todas aquellas bolsas abiertas a miradas ajenas. Era casi impúdico ir mostrando aquellas vergüenzas a la vista de tantos extraños. Y es que aquellas pertenencias no eran mías. Ninguna que yo reconociera.

Y así y todo, tenía la mente enganchada en el empeño de cargar con todo aquello que me impedía entrar en aquel elevador y escapar de aquel lugar desconocido tan sumamente familiar.

Unas pocas monedas se desparraman por el suelo. Las últimas que me quedan. Algunas se caen al piso de abajo. Curiosamente es tan fácil salir de allí, que hasta unas monedas sin valor ni voluntad encuentran la salida.

Aquella niña rica, rodilla en tierra, me ayuda a recuperar algunas y me las devuelve con una sonrisa dulce. A la niña rica le doy lástima. A la niña rica de mirada dulce le mueve una piedad que no sé si quiero. Miro de nuevo todas aquellas bolsas cargadas de plomo que no me pertenece, y me equivoco otra vez. Porque decido salvar una y llevármela conmigo. Al menos puedo atravesar las puertas del ascensor. Al fin sube. ¿Sube? Chirría. Se va a parar. Mal negocio, porque comparto mi claustrofobia con aquella carga inútil que lo único que me aporta es falta de espacio.

Y otra vez me vino a salvar de aquel sueño un despertar súbito de esos que te dejan el corazón bombeando de más. Y ya no pude dormir por no saber cómo terminaba aquella historia de la que tan sumamente bien conozco el final.

Hasta otra, niña rica. Tal vez en otra ocasión.